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lunes, 17 de marzo de 2025

Caricias que curan

 


            Charlotte lo que más deseaba en el mundo era que su madre mostrará un poco más de cariño hacia Pipper. Que le acariciara el hocico o le tocara las orejas. Siempre le había gustado de ella la manera que tenía de sujetar con las manos la cara a la personas o la delicadeza con la que limpiaba los objetos que le importaban como los que le resultaban incómodos. Sus dedos eran largos, pero se notaban en ellos el paso del tiempo y el factor genético de la artrosis, pero no dejaban de ser unas manos cautivadoras, con una manicura elegante y una historia interesante entre las líneas.

            Se pasaba horas acicalando la buganvilla. Con suma delicadeza le frotaba las hojas con las yemas de los dedos humedecidos. Retiraba las flores secas y le cambiaba la tierra prácticamente sin ensuciarse las uñas. Viéndola tratar con esa dulzura a la planta Charlotte no entendía como se comportaba de esa forma tan extraña con el perro.

            El trato que Constance le dispensaba al Braco de Weimar no era violento pero su total indiferencia le suponía a Charlotte un desasosiego innecesario.

            Pipper sólo iba a casa de Constance de visita. Lo de los pelos y las pulgas no entraban dentro de lo que para ella era una convivencia. Pero no siempre fue así Constance se crío con un caballo, un caballo muy especial, un caballo ciego que se comunicaba con ella por el roce. De ahí que las caricias de Contance sean tan extraordinarias, pero Pipper no era su caballo. Su caballo murió y con él su amor por los animales.

            Hace unos días el Braco se puso muy enfermo, lo tuvieron que operar a vida o muerte y a Charlotte no le quedo más remedio que pedir ayuda a su madre. A Pipper había que vigilarle durante todo el día y ella tenía que trabajar. Al principio, Constance se negó, pero al ver rodar dos lágrimas por la mejilla de Charlotte, accedió. Le cogió la cara con las dos manos y le dio un beso en esos dos brotes salados.

            –Hija, vete tranquila, Pipper estará bien.

            –Gracias mamá.

            Constance, se tumbó junto a él, le acarició las orejas y le tocó el hocico. Por unos segundos cerró los ojos y se vio de jovencita cabalgando sobre su caballo blanco por el prado verde de la finca de sus padres. Abrió los ojos y se miró las manos y comenzó a llorar desaforadamente.

            Charlotte desde la puerta vio la escena y se acercó rápidamente:

            –Mamá ¿qué tienes? –preguntó.

            –Sangre, mis manos, están llenas de sangre –gritó.

            –No mamá, tus manos están tan bonitas como siempre.

            Constance miró a su hija y la abrazó.

            –Mamá, creo que tienes algo que contarme.

 

           

            


              

domingo, 18 de diciembre de 2022

El rincón del Obi


            Sentada en el futón, con el pelo aún mojado y envuelta en la toalla, Natsukira intentaba pescar con los palillos un trozo de tofu que se escondía entre el resto de ingredientes de la sopa miso. Mientras, Sakuo esperaba impaciente la llegada deArekkusu.

            Sakuo tenía ciento ochenta años como poco, bueno quizá unos cuantos menos, aunqueera muy posible que rondase los cien. Conservaba casi toda la mata de pelo, ya blanco, que le ha acompañado durante todos estos años. Su cara, apenas arrugada, mostraba un color muy saludable. Al ser bajito y delgado se desenvolvía bien con las tareas domésticas, aunasí, ya no hacía más de cuatro cosas, Arekkusu se encargaba del resto. A él le confiaba los trabajos más duros de limpieza, o los que requerían estar mucho de pie, así como la atención a los clientes del taller de costura de Natsukira. Lo único que no le gustaba del joven era la fama que le precedía. Le había llegado, a sus oídos que, era un seductor, un hombre que engatusaba a las mujeres con su indiscutible belleza y su verborrea de japonés culto y entregado a las letras. Era un hombre alto, no demasiado pero muy proporcionado, ojos negros intensos, intensísimos,cejas perfectas, como la nariz y la boca también perfectas. Los labios gruesos y bien dibujados y de ahí para abajo toda riqueza. Sin embargo, a Natsukira le parecía un ser pedante y decía que los haikus que publicaba eran simples y poco interesantes. Que a la muchacha no le gustase Arekkusu era algo que a Sakuo le tranquilizaba.

            Cuando la joven terminó el desayuno, se puso ropa cómoda, y salió de casa no sin antes avisar al anciano.

            —Abuelo, me voy al centro, no tardaré mucho. Antes de comer estoy aquí, ¿me oyes? —gritó desde la escalera.

           —No sé qué me estás diciendo Natsukira, ¿quieres acercarte un poco? Ya sabes que estoy sordo como una tapia.

            —Te decía que salgo un momento.

            —¡Ah hija! Está bien, cuando traigas el pegamento me ayudas con estas fotos.

            Con una sonrisa lastimera se acercó al abuelo, se sentó junto a él y observó lo que estaba haciendo.

            —¿Estás bien abuelo? —dijo—Déjame ver ¿quiénes son?

            —¿Cómo dices?

            —Las fotos abuelooooo ¿Quiénes son? —gritó a pleno pulmón.

            —Tu abuela y yo poco antes de de que ella, en fin... ¡Era tan guapa! En esa foto salíamos de tomar gachas de arroz del Santuario de Gokonomiya, ¿sabes? El agua con laque se hacen es curativa. Le sentaba bien elkimono negrocon el estampado de floresrojas. ¿No crees? ¿Ves? Ahí, ya se le había caído el pelo, por eso lo cubría con el pañuelo.          

            —Sí abuelo, era muy guapa, pero tú tampoco estabas mal ¿eh? Oye abuelo ¿y ese hilo rojo que muestra la abuela en la mano?

            —¿Qué cojo?

            —¡Ay abuelo! ¡El hilo rojo!

            —Ah ya, sí, sí. Cosas de tu abuela, ella decía que éramos almas gemelas, que estábamos unidos por el hilo rojo del destino. Así que tiró de un hilo que parecía estar sueltoen una de las flores de su kimono y nos hicimos la foto.

            —¡Qué bonito abuelo! ¡Uy que tarde es! Me voy que tengo que comprar algunas bobinas que me hacen falta para el taller, dentro de un rato vuelvo—dijo dándole un beso en la mejilla.

            —Adiós pequeña ve con cuidado ¡Ah y que no se te olvide el pegamento!

            —Vale abueloooo —respondió a lo lejos.

            Cuando llegó el joven asistente, el anciano leenumeró por orden de importancia los quehaceres del día que previamente había escrito en un papel.

           —Arekkuso, primero tienes que prometerme que cuando yo falte te ocuparas de buscarle un buen marido a mi nieta, no me vale cualquier joven, tiene que ser alguien con carácter, ya sabes que Natsukira tiene un genio...

            —Pero Sr. Sakuo, no sé si yo...

            —¿Cómo dices? No te escucho, aunque si es para quejarte, prefiero no hacerlo.

            —De acuerdo, no se preocupe, buscaré un marido bueno para su nieta —aceptó levantando mucho la voz.

            —Segundo, tienes que ayudar a la niña a colocar el taller. Ha llegado el pedido de las telas de los Obis y aún no las ha puesto en su sitio.

            —Muy bien, esperaré a que venga Natsukira para que me diga cómo quiere que coloque la mercancía.

            —Y tercero, tienes que contratar mi funeral. Algo sencillo.

            —¿Su funeral? —preguntó sorprendido.

            —Sí mi funeral, creo que ya tengo una edad para pensar en eso ¿no crees?

            —Pero Sr. Sakuo, si está hecho un chaval.

            —¿Qué te viene mal? Claro, los funerales no vienen bien a nadie, sobre todo al que se muere —rio Sakuo.

            Arekkuso obedeció a las propuestas del anciano y comenzó buscando un marido a Natsukira.  Descartó a los mayores de treinta, a los arrogantes, a los poco inteligentes y a los incautos. Le quedaron cuatro de la lista de nombres que había elegido.  Tachó tres que consideraba poco atractivos y se quedó con un solo nombre. A continuación, buscó en el ordenador empresas encargadas de oficiar un funeral y solicitó por correo electrónicovarios presupuestos. Mientras que lo hacía pensaba en la forma de engatusar a la chica con sus encantos: «Será coser y cantar».

            Era casi mediodía cuando Natsukira llamó a la puerta.

            —Hola Arekkuso, tengo las llaves en el bolsillo y no podía abrir —saludó la joven sujetando un montón de cajas con las manos.

            —Hola, déjame que te ayude, ¡qué cargada vienes!

            —Eres muy amable, pero yo puedo, gracias.

            —Anda trae, que estarás agotada —insistió.

            —¡Qué te he dicho que no! —gritó Natsukira apartando las cajas de la vista del asistente.

            Del movimiento tan brusco que la muchacha ejercitó al retirar la mercancía de las manos del joven, una de las cajas se cayó, desperdigándose todas las bobinas por el suelo. Una de ellas, la de color rojo rodó hasta toparse con los pies de Arekussu. Ambos acudieron al mismo tiempo a recoger el hilo, ambos se miraron a los ojos y ambossalieron corriendo cuando un fuerte golpe se escuchó en la habitación de Sakuo.


miércoles, 1 de abril de 2020

Ellas


Son preciosas. En menor número, sería exagerado. Más ingobernables. Sugestivas cuando se imaginan, excitantes si se insinúan y espléndidas cuando se muestran.
Únicas en la niñez, estimulantes a cualquier edad. Siempre motivadoras. Solo los torpes las miran más que las acarician.
Aunque se disfracen asoman por el balcón con fuerza. Erguidas y desafiantes roban al intruso un silbido. Hilvanan huella atrevidas, siempre arrogantes. Muchas rozan la perfección. Otras son mentirosas y despiadadas con el ingenuo. Cubiertas con finas hebras despistan al entrometido, al que incitan, después de mimarlas y jugar con ellas, a seguir hasta el final descubriendo el engaño.


lunes, 29 de enero de 2018

Agua fresca de la Fuente Clara.






Jugando con sus frágiles rizos amarillos, Engracia Belmonte se pasaba las tardes contemplando, a través de los cristales picoteados por el paso del tiempo, a los muchachos que se reunían en la empinada cuesta de la calle principal. Ni las rejas, ni el envejecimiento de los vidrios de la ventana de su habitación, dejaban comprobar a Engracia si entre los muchachos se encontraba el joven que, días atrás, había retirado, con su pañuelo blanco de algodón, la sangre de la mejilla que le afeaba su rostro. Aquel día, el día de Todos los Santos, Engracia había comentado a su madre que no quería salir a la calle porque algo malo le iba a ocurrir.
–Gracita hija, vístete deprisa que tienes que llevar a tu hermano a Misa de once.
–Hoy no debería salir de casa, tengo un mal presentimiento.
–Ya estás con las tonterías de siempre, no seas perezosa y arréglate.
Engracia se colocó un vestido de organza color crudo y se peinó con desgana los rizos, agarró al niño de la mano y fueron caminando hacia la plaza, donde se alzaba serena la Catedral Primada de Toledo. Una de las niñas que estaban sentadas en un banco a la puerta de la Iglesia se acercó a la joven.
–No entres –dijo situándose frente a Engracia.
–¿Por qué?
–No te conviene.
Engracia, apartó a la mocosa a un lado suavemente  y empujó el portón principal. Una vez dentro, notó un estremecimiento al que no dio importancia y antes de que algún espabilado ocupara su sitio, dejó a su hermano asentado en el último banco como de costumbre y siguió caminando hacia la capilla del Santísimo. Antes de que comenzara la eucaristía, Engracia había regresado junto a su hermano para escuchar la Misa. A la salida de la Iglesia, el niño le tiró dos veces de la falda.
–¿Quieres dejar de tirarme de la falda? ¿Se puede saber qué te ocurre?
–Tienes rojo en la cara –contestó su hermano.
–¿Rojo?
–Sí, como sangre.
–¿Sangre? –preguntó extrañada la chica llevándose la mano a la cara.
Un muchacho de ojos grises, pelo encrespado de color ocre anaranjado, pecas en las mejillas y una sonrisa natural, entró en la Iglesia, sumergió su pañuelo blanco de algodón en la pila de agua bendita y acto seguido, ante el asombro de todo aquel que estaba curioseando alrededor de la plaza, limpió toda la suciedad de la cara de la chica. Cuando terminó se lo ofreció para que se sonase la nariz. Dos iniciales adornaban una de las esquinas de la tela ribeteada por un dobladillo de vainica, las examinó acariciando con el dedo la forma de las letras. Al levantar la vista del pañuelo el joven pecoso había desaparecido.
–¿Dónde está? –preguntó Engracia.
–¿El chico?
–Sí ¿has visto para dónde se ha ido?
–Corría hacia la Fuente Clara, pero ya no le veo.
–¡Qué raro! ¿Verdad? F.B. ¿Cuál será su nombre? ¡Vaya! No le he dado las gracias.
Desde aquel día, el día de todos los santos, Engracia Belmonte se enfundaba en su vestido de organza color ocre y se peinaba los rizos durante horas hasta dejarlos con la misma gracia que los llevaba aquella mañana, la mañana en la que aquel muchacho pecoso le ofreciese el pañuelo blanco de algodón. Después apretaba ese trozo de tela con la mano derecha, se lo llevaba a la nariz, aspiraba su aroma y dejaba volar la imaginación. Solo su madre era capaz de sacarla de ese viaje que emprendía cada atardecer.
–Gracita, ¿otra vez mirando por la ventana? Te tienes que quitar a ese chico de la cabeza. Anda baja a ver a la tía Sagrario.
La chica sin abrir la boca, se cambió de atuendo, colgó la ropa con mucho cuidado en una percha, se sujetó el pelo dorado con una goma formando una graciosa coleta de caballo y dejó, bajo la almohada, el tesoro que conservaba de aquel joven. En camisón y con el gesto encogido, bajó a ver a su tía.
El padre de Engracia, en su lecho de muerte le pidió a su hermana que ayudase a su mujer a cuidar de sus hijos, sobre a todo a la niña que estaba en una edad difícil, y así lo hizo, desde aquel día Sagrario, se dedicó en cuerpo y alma a su familia.
Todos los días, mientras tomaban una infusión con un bizcocho de mazapán que tanto le gustaban a Engracia, la tía le contaba vivencias de su juventud.
–Tía ¿cuántos novios tuviste?
–¡Ay hija mía…! Novios lo que se dice novios, no tuve muchos. Pretendientes no me faltaron, pero solo me interesaba uno, había un niño que me tenía sorbidos los sesos, se llamaba Teodoro.
–¿Y qué paso con él? –preguntó la niña, mojando un trozo de bollo en el agua con miel.
–Se casó con una muchacha de bien –contestó la tía limpiándose la comisura de los labios con la servilleta de cuadros rojos.

Esa noche, Engracia, no lograba conciliar el sueño recordando lo que su tía le había contado. Se levantó de la cama y mientras observaba la luna gorda y roja a través de los cristales deteriorados, decidió que llevaría a la Iglesia el atuendo con el que esperaba a su príncipe azul cada día y que lo dejaría allí, al igual que el recuerdo y comenzaría una nueva vida.
A la mañana siguiente Engracia se levantó muy temprano y como cada tercer domingo de mes preparaba una bolsa para llevar a la Catedral, con ropa inservible de su hermano y de ella. Entre esos ropajes se encontraba el vestido mal doblado que había guardado la noche anterior. Lo sacó, lo desdobló poniéndolo sobre la cama, con las manos planchó las arrugas y antes de que tocaran las campanas llamando a misa de once se lo había puesto. Dejando el bolsón tirado en el suelo con el resto de objetos, con una decisión contraria a la tomada mirando a la luna y con uno de esos presentimientos clavado en el pecho como una sanguijuela salió corriendo, sin acicalarse, con los rizos alborotados y el estómago vacío.
Cuando llegó, sin aliento, a la Fuente Clara, se acercó con cuidado al chorro de agua fresca, pisoteando la vegetación que la adornaba. Se mojó la cara y después el cuello, sacó el trozo de tela blanco y se secó despacio con él. Cerró los ojos e inspiró el aroma que le ofrecía aquel regalo de algodón. Cuando los abrió el muchacho pecoso estaba a su lado. Engracia sonreía y el chico también.
Cogió las manos de la niña y la ayudó a salir de los matorrales. En una explanada de hierba seca lejos de los cardos silvestres, el chico aprovechó para saborear los labios de Engracia. Ella volvió a cerrar los ojos y cuando los abrió el chico se había volatilizado. Engracia buscó por cada rincón, caminó de nuevo por los hierbajos hasta llegar a la Fuente Clara. No encontró ningún rastro del chico, pero entre los abrojos que rodeaban a la distinguida dama de piedra, asomaba con fuerza un objeto a punto de caer al charco donde dormían las gotas de agua fresca desperdiciadas.
La joven se acercó sigilosa, se levantó el vestido dejando las rodillas al descubierto, las posó en la hierba y cogió aquella valiosa pieza en el preciso instante que iba a desaparecer hundida en las sombras. Cuando la tuvo en sus manos, con el borde de la falda sacudió los restos de tierra y forraje dejando al descubierto el nombre del autor del libro de poemas que se había encontrado. Lo abrió y buscó la primera página, pero antes de que pudiera terminar de hacerlo una voz la obligó a cerrarlo de nuevo.
–Yo que tú, no lo haría –dijo una niña desaliñada, con voz autoritaria y con una sola sandalia colocada en el pie derecho y el izquierdo pintado de azul.
–¿Por qué? –contestó Engracia aproximándose a ella.
–No te conviene.
–Te conozco, eres la mocosa que quería impedirme entrar en la Iglesia aquel día.
–Sí y no me hiciste caso.
Engracia, igual que hizo aquella mañana, ignoró el consejo de la niña de pie azul y abrió la página del libro de Juan Ramón Jiménez. Una lágrima emborronó las letras impresas que descubrían la identidad del niño de ojos grises: Fabián Belmonte.
Cuando Engracia llegó a su casa la tía Sagrario y su madre estaban cuchicheando
–Deberíamos contárselo –aconsejaba la madre de Engracia.
–No podemos ¿de qué iba a servir? –dijo la cuñada metiendo la aguja de ganchillo por el agujero equivocado.
–Gracita tiene que saberlo.
La muchacha que había escuchado la conversación sin querer, inquieta por la curiosidad, se apresuró a pedir explicaciones.
–¿Qué tengo que saber?
–Siéntate, hija, hay algo que tenemos que contarte.
–No, no me siento, ¿tiene que ver con esto? –preguntó Engracia mostrando a su tía el libro de poemas por la página donde quedaba reflejada la identidad del chico.
Sagrario dejó la labor, cogió el libro, se lo acercó al pecho y comenzó a derramar las lágrimas que llevaba guardando durante tanto tiempo.
–¿De dónde lo has sacado? –indagó la tía entre sollozos.
–Lo encontré en la Fuente Clara ¿quién es Fabián Belmonte? ¿Me lo podéis decir? Tía ¿qué es lo que tengo que saber?
–Verás hija Fabián… Fabián murió –aclaró Sagrario mientras se enjugaba las lágrimas en un pañuelito blanco, similar al que guardaba Engracia en su bolsillo –yo era muy joven e ingenua y Teodoro me prometió que se casaría conmigo y me quedé embarazada, tuve un niño sano, guapo como su padre, con el pelo ensortijado y esos ojos grises, pero al cabo de unos años enfermó y…
–Entonces ¿era mi primo?
–Sí hija, así es –asintió la tía devolviéndole el libro a la niña.
Engracia con el poemario apretado contra su pecho, subió la escalera y se encerró en su habitación, recordó el beso encontrado en la Fuente, las lágrimas de su tía y sin entender mucho más se quedó dormida.
Durante mucho tiempo, estuvo frecuentando la Fuente Clara, se mojaba las manos con el agua fresca y esperaba a que resurgiera el muchacho entre las zarzas, pero nunca más apareció.
Al cabo de los años, la joven tuvo que dejar en Toledo, su  infancia y sus recuerdos, para instalarse en otra ciudad a comenzar una nueva vida.
En Madrid, se había convertido en otra mujer que disfrutaba del sabor del tabaco rubio, del sonido del claxon de los coches, del ir y venir en transporte público, del sexo primero con uno y después con otro peor.
Engracia como cada día, preparaba el mismo ritual antes de irse a trabajar: se duchaba en menos de cinco minutos, se embadurnaba de crema, cepillaba los rizos dorados, ahora más largos que de costumbre, cayéndola por la espalda como una cascada de lirios, se colocaba un corpiño de cuero negro realzando el busto que dejaba asomar orgulloso por las copas del ajustado corsé, tumbada en la cama se embutía en el pantalón también de cuero con el que casi no podía respirar, en sus lotos de oro colocaba unos zapatos de tacón de aguja de centímetros interminables, en su hombro derecho un bolso y en la mano un libro, siempre el mismo.
Entró en el hotel con tiempo suficiente. Saludó a la recepcionista y subió a la primera planta. Introdujo la tarjeta para abrir la puerta, pero se resistía, buscó ayuda, giro la cabeza hacia un lado y no vio a nadie, al otro lado, erguida como un palo seco, se encontraba la niña de pie azul.
-Yo que tu no entraría –dijo la pavorosa niña.
Engracia, hasta ese momento no había sentido ningún temor hacia ella, pero en esa ocasión un escalofrío se había presentado sin avisar.
–¿Quién eres?
–Eso no importa, si entras en esa habitación volverás a perseguir un sueño. Es mejor que no entres, ¿sabes qué día es hoy?
–No entiendo lo que quieres decir y ¡claro que sé qué día es hoy! –exclamó Engracia cambiado la mirada hacia el otro ala de la planta.
Cuando volvió la vista, la niña ya no estaba.
Engracia regresó a la habitación, introdujo de nuevo la tarjeta y la puerta se abrió. Una vez dentro, la cerró con el pestillo, apoyó la espalda en ella y soltó un soplo de alivio.
Sin olvidar lo ocurrido, pero preparada para iniciar su trabajo comenzó a desnudarse quedándose con la ropa precisa y mientras llegaba el cliente se acomodó en la cama. Cogió el libro de poemas y comenzó a leer. A la hora convenida  golpearon con  los nudillos el portón de madera,  un hombre con el pelo justo, ojos grises escondidos detrás de unas gafas de pasta algo pasadas de moda, con bastantes pecas a ambos lados de la nariz y una sonrisa natural se encontraba esperando.
–Juan Ramón Jiménez –dijo el hombre.
– ¿Cómo dice? –preguntó extrañada.
–Digo que tiene en la mano un libro de Juan Ramón Jiménez.
– ¡Ah! Sí, sí –contestó sonriente.
–Me llamo Fabián Belmonte.
Engracia al escuchar el nombre, se le escapó el libro de las manos cayendo al suelo por la página autografiada. Aún con la boca abierta y el corazón a punto de estallar, cerró la puerta, se acercó al bolso, sacó el pañuelo de algodón que un día sirvió para abrir un capítulo de su vida y se lo ofreció.
–Yo soy… Engracia, Engracia Belmonte.
–Lo sé –contestó cogiendo el pañuelo.
Desde aquel día, el día de todos los Santos de un año bisiesto, en el que Engracia se reencontró con el aroma del agua fresca de la Fuente Clara, regresaba a Toledo cada cierto tiempo a llevar flores a la tumba de aquel niño pecoso de ojos grises y sonrisa natural.



jueves, 25 de diciembre de 2014

Terciopelo verde entre agujeros blancos


Foto de Rosa

Cuando mi abuela decidió irse a vivir con nosotros al pueblo, mi abuelo tenía la cabeza llena de agujeros blancos. Andrés apenas un año atrás gozaba de un cargo importante, pero sus precipitadas lagunas le apartaron de los lujos y placeres que el estatus en la empresa le aseguraban. Hasta de su piel se habían borrado los instantes ocultos vividos con Paula.

Para mi abuela tampoco había sido fácil. Tuvo que renunciar a ciertos caprichos que ya no se podía permitir, peluquería, manicura, spa, y café con pastas en el bar de Sofía. Y es que era demasiado tiempo el que tenía que dedicarle a Andrés, siempre preocupada, siempre pendiente, siempre aquí y siempre allí. Carmencita, como él la llamaba, era una mujer entregada, toda su vida se la había dedicado a él; antes y después de que empezasen los largos recorridos por la nada. No sería ahora cuando le fuera a dar la espalda. Había decidido con serenidad y determinación convertirse en la línea conductora de sus pasos indecisos. Costó iniciar la partida, pero con el tiempo podrían ser los maestros de su nueva vida.

Ahora se desenvuelven bien, mis padres también disfrutan de una buena posición social, pero el pueblo es otra cosa. A veces me parece ver en los ojos sin ayer del abuelo un pasillo repleto de nostalgia, iluminado con la luz ambarina de los recuerdos invisibles e impalpables. Sombras de roces que despiertan su cuerpo y quizás dan un suave color a la albura que rellena los agujeros en su cabeza.

Me asusté cuando tras las cortinas vi bajar al abuelo del “carro”, así llamamos al viejo coche que solemos dejar frente a la puerta para movernos por los alrededores; lo utiliza mi padre, que es un romántico empedernido y se enamora de las cosas para siempre, al igual que de las personas; mientras el flamante LandRover duerme en el garaje.

Caminaba erguido, parecía haber recuperado su edad y su atractivo. Sólo por un momento una esperanza estéril cruzó por mi mente. Se había puesto el traje azul de los domingos y hasta con la ventana cerrada se podía aspirar el rico aroma a Heno de Pravia que desprendía.  Le delataban los botones mal abrochados de su camisa y las zapatillas de estar por casa que olvidó cambiar por los zapatos.

Pulsó el timbre con seguridad e insistencia. Le abrí la puerta y antes de que yo dijese nada comenzó a hablar. Formaba palabras como estrellas, lucía una sonrisa nacarada de media luna, y su rostro, con vida, iluminaba el fondo oscuro de sus lagos. Hablaba precipitadamente y con urgencia. Cuando pronunció la palabra “cariño” con tanto sentimiento, no pude evitar emocionarme. Aunque sospeché que no era para mí.

-Ya está todo solucionado, por fin di el paso, como tú querías. Ahora podemos empezar esa nueva vida. Vístete y salgamos. Tenemos todo el tiempo del mundo para pasear por la ciudad.
Su entusiasmo me animaba a creer que la felicidad, aunque fuese de humo, era posible, aun cuando solo sucediese a intervalos espaciados y breves.

Me volví, a mi espalda estaba mi abuela. Por su rostro de estatua dolorida rodaron lágrimas gruesas cuando el abuelo Andrés pronunció su nombre. Ni un gesto. El llanto procedía de la corriente de sus ríos, de los que arrastraban verbos que aspiraron a ser promesas cumplidas y solo fueron mentiras.
- ¡Paula, Paula, vámonos! –decía mi abuelo.
El carro que dejó sin freno de mano y con las llaves puestas se estrelló contra la tapia del cobertizo.
El abuelo al escuchar el ruido producido por el impacto se volvió asustado. Con  el recuerdo de  aquellas horas vividas junto a Paula y la vista fija en sus zapatillas,  se dejo caer en una silla de paja como un gorrión herido. Carmen se sentó a su lado, le cogió la mano y le besó en la frente.
-¿Qué quieres hacer ahora? –preguntó mi abuela.
 Al oírla se le iluminó el rostro.
-Vayamos a dar ese paseo –contestó el abuelo exaltado.

Carmen le ayudo a incorporarse, se enjugó las lágrimas en un pañuelo de papel, le cogió del brazo y se marcharon a diluir algunos recuerdos con el viento. 
Rosa Fernández y Silvia Morales





lunes, 11 de marzo de 2013

La luna está llena, el cristal vacío




Sentada en una silla de madera de pino, con las faldillas de la mesa sobre las piernas y el calor del brasero acariciándole los tobillos desnudos, Helena Santolaya  limpiaba una a una con sal fina las gemas que esa misma noche la luna llena impregnaría con su gracia. Todos los meses antes de la fecha en que la luna alcanzaba su máximo esplendor, la niña  se preocupaba de que todos sus minerales estuvieran preparados para captar los efluvios del satélite. Una vez limpios, ordenados y clasificados por colores los disponía en un recipiente que no fuera de plástico y  los dejaba en el poyete de la ventana hasta el día siguiente.
Su abuela Luisa, la observaba escondida tras la colcha de patchwork que llevaba cosiendo desde hacía unos años y solo la importunaba para llevarle la merienda.

-Anda hija, come un poco que te estás quedando en los huesos.
-Gracias abuela, pero me ha dicho mi madre que antes de merendar tengo que terminar mi trabajo.
-Anda, no digas bobadas y cómete el bocadillo, mira que rico, ahora está calentito, no dejes que se enfríe que luego el pan se pone correoso.
-Ahora voy, no te apures, me quedan dos cuarzos rosas y una amatista.

Luisa, acarició la cola de caballo que Helena siempre lucía cuando iba a manipular sus piedras, le dio un beso en la frente despejada y siguió con su labor.

-Abuela, ¡qué rico está! ¿A mamá también le gustaban los bocadillos?
-Claro hijita, mucho y las gachas, le gustaban mucho las gachas.
-¿Qué son las gachas abuela?
-Un dulce muy rico, elaborado con harina, leche y azúcar. ¿Quieres probarlo?
-Sí, pero espera que voy a preguntar a mamá, a lo mejor ella también quiere.
-¿Me has dicho que sí hija? Esta maldita sordera no me deja escuchar todo lo que quisiera.

Han pasado casi nueve años desde que Helena Santolaya llegó a este mundo, su madre  cogió el tren como cada día para llegar al trabajo. Acostumbraba a llevar consigo un ágata, decía que protegía al bebé. Ese día, el día de su nacimiento decidí acompañarla. Nos habíamos casado unos meses antes y siempre que podíamos nos marchábamos juntos a nuestros  respectivos trabajos. Su mano era cálida y suave y el olor de su pelo era una mezcla entre jazmines y tierra mojada.  Eran las 7:38 de la mañana y nuestro coche, el número cinco, explotaba en la estación de Atocha el 11 de marzo de 2004. Ese fue el último recuerdo que tengo, su olor, el mismo que se pasea con fuerza por cada rincón de la casa y la piedra amarilla que me regaló cuando nos conocimos.

-Abuela, me ha dicho mamá que no quiere gachas que me está esperando en la calle para comprarme una caja de madera para mis piedras.

Helena cogió el abrigo y sin esperar contestación de la abuela se marchó. Cuando Luisa se percató de que la niña había salido de casa se asomó a la ventana que daba a la calle principal. Curiosos, vecinos, policías y personal del Samur se arremolinaban a lo largo y ancho de la calzada sin dejar ver  a la anciana lo que estaba ocurriendo.
-Helena, Helena – gritó.

La abuela  no obtuvo respuesta, con el delantal y las zapatillas de estar por casa se apresuró en busca de su nieta. Fue abriendo paso entre el gentío que se aglutinaba alrededor de un cuerpo sin vida. Cuando por un hueco consiguió introducir  la cabeza comprobó que la que yacía tumbada poca arriba era su niña Helena, ahora su cola de caballo descansaba sobre una charco de un rojo raro y muy cerca de su mano derecha reposaba un cristal de cuarzo.

Hoy es el día más triste de toda mi vida.


domingo, 18 de noviembre de 2012

Hoy es el mejor día



Hoy es el mejor día

Hoy es el mejor día para  escribirte estas líneas, no podía ser ayer y tampoco mañana. Tenía que ser hoy, porque hoy te extraño un poco más que de costumbre. Me acomodo en mi sillón preferido, blandito, caliente, con mi manta sobre los muslos, no se me queden fríos, el calor de mi  perro en los pies aunque ya no esté y mi cojín precioso sujetando mi espalda rota. Me llega el aroma de la colonia que no llegaste a usar, de fondo la voz de camarón y sobre la mesa el libro que no terminaste, la foto que no pudiste ver y en medio de todo esto, tú, resguardado perfectamente en tu cajita de porcelana, tan frágil, tan recogido. 
Quería regalarte el poema más bello, con los versos más sinceros que puedan salir del corazón, que aunque ya no llora a chorros, todavía se le saltan las lágrimas al recordarte,  tal vez no te guste, porque tú no eres de versos, ni de rimas, ni de palabras de amor, pero este es diferente,  este quiere decirte, al oído, como un susurro,  todo lo que recuerdo bonito de ti y todo lo es, pero me quedo con el sonido de tus besos en mi mejilla, tu olor tan bueno, tan tuyo, la manera de querernos a todos, tan especial, tan intensa, tus lágrimas dulces en los buenos momentos y las saladas en los malos. Añoro aquellos ratos compartiendo inquietudes, tardes de risas y juegos de cartas y películas buenas, días de mucho comer y comer bien. Te quería escribir el mejor poema, pero no se me da bien. 

“Mañanas desordenadas,
de risas y juegos,
de música flamenca,
de  besos escondidos,
de goles del atléti
 y plenos en la bolera,
secuencias con libros
y con paseos nocturnos.
No hubo olas en el mar.
ni pescado fresco en aguas cantábricas,
ni el regreso de los blancos al poder
ni España campeón en el mundial.
 Un barco sin rumbo  me hiciste
papel y tinta  su  material más pesado,
navega en aguas claritas
atracando cada día en mi corazón,
cuando zarpa
se lleva un saco de sueños,
y en ese sueño
mis ganas de volver a verte”

No me apetece que las lágrimas emborronen el papel escrito, no puedo ni necesito seguir escribiendo, termino con un hasta luego y un te quiero hermano.


martes, 15 de junio de 2010

Algo inesperado, el desenlace


Te quejas una y otra vez: que no tienes tiempo, que te falta cariño y atención, que tu vida está repleta de momentos angustiosos y escasa de grandes momentos. Piensas que en otra vida serás mariposa y revolotearás por millones de espacios antes de ser cazada por un intrépido coleccionista. Imaginas la cercanía del otro, de él, de sus caricias, sus susurros, sus besos, en otra vida, en otra ciudad, en otro mundo. Observas a tu derecha el cuerpo inmóvil del que es, del que comparte tu cama, del que comparte tu vida, la de ahora y te levantas con la mirada perdida, preparas un café intenso. Abres el grifo de la ducha, dejas correr el agua y miras como se escapa por el desagüe. Te ofreces un lavado rápido, sin mojarte el pelo, hoy no toca. Tienes intención de acariciarte, pero hoy no lo haces, te parece sucio. Te contemplas en el espejo, durante milésimas de segundo y no te gusta lo que refleja. Granos, arrugas y poco pelo. Atrás quedaron mejores tiempo. Te recoges el pelo con una pinza pequeña, suficiente para retirar los cuatro hilos de seda que tapan tu cara. Te impregnas bien de crema y maquillaje intentando disimular las horribles marcas que cubren tus mejillas. Te enfundas en una falda negra que deja ver tus rodillas bien formadas y en una blusa de tafetán fucsia con gran escote por donde asoman tus enormes y todavía firmes pechos. Concluyes con unas sandalias negras de tacón de aguja y te tomas el café, ya frío. Tienes intención de dar un beso al que es, pero te arrepientes, coges el bolso y te vas al trabajo. Te espera una dura jornada, pero te lo tomas con buen humor, has quedado a comer, esperas con ganas el momento. Te rocías con tu colonia preferida y te acercas al restaurante. Saludas con dos besos en la comisura de los labios, no quieres que la gente sospeche. Te acaricia la espalda con discreción. Te magrea el muslo por debajo de la mesa, nadie os mira. Te pones nerviosa, piensas que deberías ir al baño, te levantas y caminas hacia él. Entras en el aseo, el retrete está ocupado y haciendo uso del espejo, una señora se perfila los labios con parsimonia. Esperas a que acaben de usar la taza del vater. La señora de los labios color cereza se marcha, ocupas su lugar en el espejo. Te tiembla el pulso, el corazón te late demasiado deprisa, no crees estar preparada para este nuevo reto, deseas que termine pronto. Se acerca el momento, acudes a la taza, cierras la puerta sin pestillo, está roto. Te subes la falda y orinas, no llevas bragas. Empujan la puerta y tu acompañante te mira. Extiende su mano y acaricia tu sexo. Te besa los labios, el cuello y el comienzo del escote, te desabrocha la blusa y te sujeta los pechos suavemente con las manos, primero saborea uno, después el otro. No quieres reconocerlo pero te gusta. Buscas su boca, su lengua, acaricias su bonito pelo rojo y buscas su sexo, remangas su falda y jugueteas con tus dedos, es la primera vez que entras en contacto con una mujer y descubres que te gusta, tanto como aquel día en el portal de tu casa. Han pasado muchos años, pero aún te acuerdas de ese olor. Miras con disimulo el reloj, ya no puedes esperar más, estás a punto de llegar al orgasmo, pero necesitas el bolso, la misión aún no está cumplida, ni quieres cumplirla, estás disfrutando, tienes que darte prisa, se te acaba el tiempo. Consigues coger el bolso y finalizar tu labor. Te arreglas la ropa, te peinas un poco y sales del lavabo dejando a la mujer en el retrete cubierta de sangre y con un tiro en la cabeza. Escapas, como si no hubiera pasado nada, parece que nadie vigila, te encaminas hacia la calle como sí tal cosa. Afuera te espera un coche negro, con los cristales tintados, te introduces dentro, Javier te pregunta por la mujer, no contestas, le besas y terminas con él lo que habías empezado con la joven muerta en el lavabo de señoras. Definitivamente aquel aroma te ha echado a perder. Nunca supiste quien fue el que te arremetió en el parque, ni en el portal, ni si el perfume era de Javier o de Manuel. Pero te casaste con la persona equivocada. Javier es la persona equivocada.



domingo, 12 de octubre de 2008

Algo inesperado (II)



Javier me dice que estoy loca, que tengo que asentar la cabeza, dejarme de comeduras de tarro y centrarme. ¡Pamplinas! Yo no soy de esas que tienen que comportarse según se preste en cada ocasión, ¡uff que rollo! No soy mujer de un solo hombre, llevo preservativos en el bolso, tengo un consolador en el cajón de la mesilla, me gusta hacer tonterías, que me agarren del cuello mientras me besan, que me hagan cosquillas para dormirme, que me lean cuentos, ir al aeropuerto a contemplar los aviones, las películas de amor al estilo del Diario de Noa. No espero a que un tío se interese por mí, ni que me vaya a buscar a casa, ni que me mande flores, ni que me regale joyas. Y Javier ¿cómo me puede decir esto? ¡Si a todos los chicos con los que salgo, les tira los tejos!


Después de escuchar el último mensaje que me habían dejado en el contestador me fui a casa de Javier, necesitaba contárselo a alguien. Cuando llegué me abrió la puerta Manuel.

-Hola, ¿tú debes de ser...?

-Sara, soy amiga de Javi. Y ¿tú quien eres? -pregunté.

-Manuel, un primo lejano. He venido a pasar unos días.

-¿Por trabajo?

-Si, bueno, no exactamente.

-Entiendo, no te preocupes, no hace falta que me lo cuentes. Déjalo.

Javier salió de la ducha, a recibirme, desnudo, le miré pero el no pareció inmutarse. Me senté en el sofá y encendí un cigarrillo. Manuel me ofreció un café. Acepté. Se sentó a mi lado y empezó a hablarme de su escapada a Madrid.

-He venido a pasar unos días con Javier, ni por trabajo, ni vacaciones, simplemente por placer.

-¿Por placer? -pregunté sorprendida.

-Sí, conocí a Javier el año pasado en una exposición en Barcelona y tuvimos una relación intensa, decidimos que nuestro próximo encuentro sería en Madrid y así ha sido.
-Pero entonces, lo del primo ¿qué es para despistar?
-No, eso es cierto, primos segundos o terceros, no sé pero somos familia -contestó acercándose la taza de café a los labios.
-Y ¿que pensáis hacer hoy? -pregunté- no contaba con tu presencia.

Manuel soltó la taza, abrió el periódico por la cartelera y llamó a Javier.

-¿Me has llamado? -preguntó histérico.
-Sí, -contestó Manuel- hay películas muy buenas en cartel.

Javier se sentó a mi lado, aun no se había vestido, pero se había enrollado una toalla en la cintura. Le había visto desnudo un montón de veces, pero, nunca me había llamado la atención lo guapo que era, su pelo rubio rizado, sus ojos azules, su barba de tres días, su hoyuelo en la barbilla, esos dientes blancos, perfectos, su cuello generoso, su pecho musculado, sus brazos espléndidos, su culo apretado, con una depilación impecable. Las manos suaves, con unos dedos largos y finos, su pene en estado de reposo, indefinido. Todo en el era sensacional, excepto su homosexualidad. Eso es lo que hacía que no fuese más que un amigo. Manuel también era guapísimo, pelo castaño oscuro, ojos marrones, super varonil, muy alto, delgado y algo robusto, una sonrisa especial y un culo en su sitio. Me levanté y fui a la cocina a dejar las tazas de café. Javier me acompañó.


-¿Es tu nuevo ligue? -le pregunté.
-Sí, -asintió- ¿a qué es mono?
-La verdad es que está como un queso.
-Pues nena, contente, porque yo le vi primero.
-¿Por quién me has tomado? Nunca te quitaría un novio, soy tu amiga -inquirí alborotándole el pelo con la mano que tenía sin guante de fregar.
-Anda ven, dame un abrazo-dijo Javier-ya sé que tu no harías nada de eso.

Me acerqué a él, le miré a los ojos y en el instante que nos íbamos a abrazar, me envolvió el olor, aquel magnífico olor. Me aparté de un brinco, fui hacía el salón, cogí el bolso, y me marché sin decir adiós.

Corrí, hacía ningún lugar definido, no sabía donde ir, ni sabía que pensar, el mejor polvo de toda mi vida, el momento más erótico en mucho tiempo y tenía que ser con mi amigo Javier. Su aroma lo decía todo, era el mismo olor que impregnó mis sentidos en el octavo piso y en el parque. Era él y le deseaba, ¡cómo no me había dado cuenta antes! Estuve un rato caminando entre la gente, aunque era catorce de septiembre y no hacía calor, yo estaba a punto de asfixiarme. Necesitaba ir a casa y darme una ducha. Abrí el portal y llamé al ascensor, se abrieron las puertas y allí estaba él. Entré y pulsé el décimo, se produjo un silencio, nos miramos, me cogió del cuello y me besó, con fuerza, con ansia, con desesperación. Llegamos a la planta décima, salimos del ascensor sin dejar de besarnos, me desabrochó la camisa, con habilidad, con descaro. Como pude saqué las llaves, abrí la puerta, él cerró de una patada. Busqué su cinturón pero no llevaba, estaba borracha, aquel olor me volvía loca. Me quitó la falda y me arrancó el tanga, se quitó el jersey. Me besó el cuello y puso sus labios en mis pechos. Deslizó su lengua por mi cuerpo, arriba y abajo, cuando estábamos completamente desnudos me quitó la pinza que sostenía el cabello, cayendo hacía mis hombros, lo apartó hacía un lado, dejando la parte derecha de mi cuello libre para el calor de sus besos. Notaba su virilidad en mi vientre, duro y ardiendo. Me separó las piernas, sus dedos buscaban lo que yo ansiaba que me frotara despacio, jamás había sentido tanto placer, pero necesitaba que me poseyera como en el parque. Me apoyó contra la pared, miré para otro lado y lo noté, sus movimientos salvajes me hacían enloquecer, con su miembro incrustado en mis entrañas, me llevó a la cama, y allí terminamos con suma ternura, lo que comenzó con furia.

Después de unas horas de orgasmos continuos, un fuerte dolor de estómago me avisó que no había comido, pero antes de levantarme de la cama me interesé por el perfume.
-Ese aroma, ¿de dónde lo has sacado?
-Es un perfume afrodisíaco de Manuel.
-¿Cómo? ¿No es tuyo? -pregunté indignada.
-No, me lo eché ayer cuando salí de la ducha para probar, pero creo que lo voy a coger por costumbre.
-Entonces, ¿desde cuándo está aquí Manuel?
-Desde hace dos días.


domingo, 5 de octubre de 2008

Ni una lágrima más



Hay momentos en la vida que dan ganas de huir, dejarlo todo y abandonar. Me levanto más cansada que me acuesto, pero me levanto, hago un pis, me miro al espejo, ¡vaya cara! Me ha salido un nuevo grano en la mejilla y tengo una nueva cana. Pongo el café en la lumbre y un cacito con leche, la caliento un pelín, lo suficiente para que me lo pueda tomar de un trago, antes lo acompañaba con galletas, ahora por el puto colesterol, ni siquiera eso. Echo de menos la manteca colorá, ¡qué buena! Claro que ya ni probarla. Voy a la ducha, no sale el agua caliente, llevo tres años con la caldera rota, pero no hay manera de comprar una nueva. Odio el agua fría en invierno, me seco el pelo, tapo lo granos con maquillaje, me pinto los ojos y los labios, me pongo unos vaqueros, un jersey rojo de cuello alto, sin mangas y unos zapatos planos, me salpico con unas gotas de perfume. Pongo la correa al perro y cojo la bolsa de basura. Bajo los tres pisos deprisa, muy deprisa, porque el perro se mea, agarro el pomo y al tirar me quedo con él en la mano, con tanta espera el perro se orina en mi pierna, ¡me cago en la puta! El camión de la basura se va, yo sin poder abrir la puerta. ¡Genial! Baja una vecina, me pone mala cara, todo el suelo perdido de pis. Sonrío, pero ella ni se inmuta. Después de un cuarto de hora conseguimos abrir, dejo la basura en el portal y me voy con el perro, tras un largo recorrido, regreso a casa con la bolsa. Cojo la fregona y bajo al portal a limpiar el orín. Me cambio de ropa, riego los tiestos, echo de comer al perro y me voy al trabajo dejando a mi marido y a mi hijo en la cama. Una vez allí, me está esperando un cliente, al poco de reunirme con él me suena el móvil, ¡no me lo puedo creer! La tutora del niño, que si no ha ido a clase a primera hora, que si ayer se fue a la hora del recreo y ya no regresó, que si ha empezado muy mal el curso.... que si es rebelde...que hable con él...que bla, bla, bla ¡me cago en la puta! y el cliente esperando....cuelgo el móvil y sigo atendiéndole encabronada. Llegan las tres de la tarde, me llama mi marido echo un histérico: que donde está el niño, que aun no ha llegado a comer, que si hace lo que le da la gana, que tú tienes la culpa....¡Hasta las narices, estoy hasta las narices! Llego a casa a las ocho y media de la noche, no hay nadie, bueno sí, el perro. Las camas patas arriba, orines en el pasillo, el perro desesperado por salir, la cena sin preparar, los cacharros de la comida sin fregar....mi suegra llamando al móvil y mi madre al fijo. Cojo primero el fijo y dejo que suene el móvil. Termino de hablar con mi madre y llamo a mi suegra. Mientras hablo con ella, dirijo la mirada hacía el sofá, cuelgo y voy hacia donde mis ojos me guían. Allí, entre el respaldo y el asiento se esconde un condón, sin más lo cojo con un clinex y lo tiro a la basura. Ya son las nueve de la noche. Mi marido sigue sin venir. Hago las tareas pendientes y me pongo a cenar sola, bueno no, con el perro. A las once, llega el niño, le pongo la cena y sigo recogiendo. Es la una de la mañana y estoy rota y mi marido sin venir. Esto es un día más o menos normal, los hay peores y también mejores. Hace tiempo, me ponía a llorar, lágrimas y más lágrimas ¿para qué? Desahogo quizás. Ahora me lo tomo a risa, ni una lágrima más. Así que me acuesto esperando que cuando llegue mi marido no esté demasiado borracho y no se haya jugado demasiado dinero al pocker.