lunes, 11 de marzo de 2013

La luna está llena, el cristal vacío




Sentada en una silla de madera de pino, con las faldillas de la mesa sobre las piernas y el calor del brasero acariciándole los tobillos desnudos, Helena Santolaya  limpiaba una a una con sal fina las gemas que esa misma noche la luna llena impregnaría con su gracia. Todos los meses antes de la fecha en que la luna alcanzaba su máximo esplendor, la niña  se preocupaba de que todos sus minerales estuvieran preparados para captar los efluvios del satélite. Una vez limpios, ordenados y clasificados por colores los disponía en un recipiente que no fuera de plástico y  los dejaba en el poyete de la ventana hasta el día siguiente.
Su abuela Luisa, la observaba escondida tras la colcha de patchwork que llevaba cosiendo desde hacía unos años y solo la importunaba para llevarle la merienda.

-Anda hija, come un poco que te estás quedando en los huesos.
-Gracias abuela, pero me ha dicho mi madre que antes de merendar tengo que terminar mi trabajo.
-Anda, no digas bobadas y cómete el bocadillo, mira que rico, ahora está calentito, no dejes que se enfríe que luego el pan se pone correoso.
-Ahora voy, no te apures, me quedan dos cuarzos rosas y una amatista.

Luisa, acarició la cola de caballo que Helena siempre lucía cuando iba a manipular sus piedras, le dio un beso en la frente despejada y siguió con su labor.

-Abuela, ¡qué rico está! ¿A mamá también le gustaban los bocadillos?
-Claro hijita, mucho y las gachas, le gustaban mucho las gachas.
-¿Qué son las gachas abuela?
-Un dulce muy rico, elaborado con harina, leche y azúcar. ¿Quieres probarlo?
-Sí, pero espera que voy a preguntar a mamá, a lo mejor ella también quiere.
-¿Me has dicho que sí hija? Esta maldita sordera no me deja escuchar todo lo que quisiera.

Han pasado casi nueve años desde que Helena Santolaya llegó a este mundo, su madre  cogió el tren como cada día para llegar al trabajo. Acostumbraba a llevar consigo un ágata, decía que protegía al bebé. Ese día, el día de su nacimiento decidí acompañarla. Nos habíamos casado unos meses antes y siempre que podíamos nos marchábamos juntos a nuestros  respectivos trabajos. Su mano era cálida y suave y el olor de su pelo era una mezcla entre jazmines y tierra mojada.  Eran las 7:38 de la mañana y nuestro coche, el número cinco, explotaba en la estación de Atocha el 11 de marzo de 2004. Ese fue el último recuerdo que tengo, su olor, el mismo que se pasea con fuerza por cada rincón de la casa y la piedra amarilla que me regaló cuando nos conocimos.

-Abuela, me ha dicho mamá que no quiere gachas que me está esperando en la calle para comprarme una caja de madera para mis piedras.

Helena cogió el abrigo y sin esperar contestación de la abuela se marchó. Cuando Luisa se percató de que la niña había salido de casa se asomó a la ventana que daba a la calle principal. Curiosos, vecinos, policías y personal del Samur se arremolinaban a lo largo y ancho de la calzada sin dejar ver  a la anciana lo que estaba ocurriendo.
-Helena, Helena – gritó.

La abuela  no obtuvo respuesta, con el delantal y las zapatillas de estar por casa se apresuró en busca de su nieta. Fue abriendo paso entre el gentío que se aglutinaba alrededor de un cuerpo sin vida. Cuando por un hueco consiguió introducir  la cabeza comprobó que la que yacía tumbada poca arriba era su niña Helena, ahora su cola de caballo descansaba sobre una charco de un rojo raro y muy cerca de su mano derecha reposaba un cristal de cuarzo.

Hoy es el día más triste de toda mi vida.


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