jueves, 25 de diciembre de 2014

Terciopelo verde entre agujeros blancos


Foto de Rosa

Cuando mi abuela decidió irse a vivir con nosotros al pueblo, mi abuelo tenía la cabeza llena de agujeros blancos. Andrés apenas un año atrás gozaba de un cargo importante, pero sus precipitadas lagunas le apartaron de los lujos y placeres que el estatus en la empresa le aseguraban. Hasta de su piel se habían borrado los instantes ocultos vividos con Paula.

Para mi abuela tampoco había sido fácil. Tuvo que renunciar a ciertos caprichos que ya no se podía permitir, peluquería, manicura, spa, y café con pastas en el bar de Sofía. Y es que era demasiado tiempo el que tenía que dedicarle a Andrés, siempre preocupada, siempre pendiente, siempre aquí y siempre allí. Carmencita, como él la llamaba, era una mujer entregada, toda su vida se la había dedicado a él; antes y después de que empezasen los largos recorridos por la nada. No sería ahora cuando le fuera a dar la espalda. Había decidido con serenidad y determinación convertirse en la línea conductora de sus pasos indecisos. Costó iniciar la partida, pero con el tiempo podrían ser los maestros de su nueva vida.

Ahora se desenvuelven bien, mis padres también disfrutan de una buena posición social, pero el pueblo es otra cosa. A veces me parece ver en los ojos sin ayer del abuelo un pasillo repleto de nostalgia, iluminado con la luz ambarina de los recuerdos invisibles e impalpables. Sombras de roces que despiertan su cuerpo y quizás dan un suave color a la albura que rellena los agujeros en su cabeza.

Me asusté cuando tras las cortinas vi bajar al abuelo del “carro”, así llamamos al viejo coche que solemos dejar frente a la puerta para movernos por los alrededores; lo utiliza mi padre, que es un romántico empedernido y se enamora de las cosas para siempre, al igual que de las personas; mientras el flamante LandRover duerme en el garaje.

Caminaba erguido, parecía haber recuperado su edad y su atractivo. Sólo por un momento una esperanza estéril cruzó por mi mente. Se había puesto el traje azul de los domingos y hasta con la ventana cerrada se podía aspirar el rico aroma a Heno de Pravia que desprendía.  Le delataban los botones mal abrochados de su camisa y las zapatillas de estar por casa que olvidó cambiar por los zapatos.

Pulsó el timbre con seguridad e insistencia. Le abrí la puerta y antes de que yo dijese nada comenzó a hablar. Formaba palabras como estrellas, lucía una sonrisa nacarada de media luna, y su rostro, con vida, iluminaba el fondo oscuro de sus lagos. Hablaba precipitadamente y con urgencia. Cuando pronunció la palabra “cariño” con tanto sentimiento, no pude evitar emocionarme. Aunque sospeché que no era para mí.

-Ya está todo solucionado, por fin di el paso, como tú querías. Ahora podemos empezar esa nueva vida. Vístete y salgamos. Tenemos todo el tiempo del mundo para pasear por la ciudad.
Su entusiasmo me animaba a creer que la felicidad, aunque fuese de humo, era posible, aun cuando solo sucediese a intervalos espaciados y breves.

Me volví, a mi espalda estaba mi abuela. Por su rostro de estatua dolorida rodaron lágrimas gruesas cuando el abuelo Andrés pronunció su nombre. Ni un gesto. El llanto procedía de la corriente de sus ríos, de los que arrastraban verbos que aspiraron a ser promesas cumplidas y solo fueron mentiras.
- ¡Paula, Paula, vámonos! –decía mi abuelo.
El carro que dejó sin freno de mano y con las llaves puestas se estrelló contra la tapia del cobertizo.
El abuelo al escuchar el ruido producido por el impacto se volvió asustado. Con  el recuerdo de  aquellas horas vividas junto a Paula y la vista fija en sus zapatillas,  se dejo caer en una silla de paja como un gorrión herido. Carmen se sentó a su lado, le cogió la mano y le besó en la frente.
-¿Qué quieres hacer ahora? –preguntó mi abuela.
 Al oírla se le iluminó el rostro.
-Vayamos a dar ese paseo –contestó el abuelo exaltado.

Carmen le ayudo a incorporarse, se enjugó las lágrimas en un pañuelo de papel, le cogió del brazo y se marcharon a diluir algunos recuerdos con el viento. 
Rosa Fernández y Silvia Morales





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