Jugando con sus
frágiles rizos amarillos, Engracia Belmonte se pasaba las tardes contemplando,
a través de los cristales picoteados por el paso del tiempo, a los muchachos
que se reunían en la empinada cuesta de la calle principal. Ni las rejas, ni el
envejecimiento de los vidrios de la ventana de su habitación, dejaban comprobar
a Engracia si entre los muchachos se encontraba el joven que, días atrás, había retirado, con su pañuelo blanco de algodón, la sangre de la
mejilla que le afeaba su rostro. Aquel día, el día de Todos los Santos,
Engracia había comentado a su madre que no quería salir a la calle porque algo
malo le iba a ocurrir.
–Gracita hija,
vístete deprisa que tienes que llevar a tu hermano a Misa de once.
–Hoy no debería
salir de casa, tengo un mal presentimiento.
–Ya estás con
las tonterías de siempre, no seas perezosa y arréglate.
Engracia se
colocó un vestido de organza color crudo y se peinó con desgana los rizos,
agarró al niño de la mano y fueron caminando hacia la plaza, donde se alzaba
serena la Catedral Primada de Toledo. Una de las niñas que estaban sentadas en
un banco a la puerta de la Iglesia se acercó a la joven.
–No entres –dijo
situándose frente a Engracia.
–¿Por qué?
–No te conviene.
Engracia, apartó
a la mocosa a un lado suavemente y
empujó el portón principal. Una vez dentro, notó un estremecimiento al que no
dio importancia y antes de que algún espabilado ocupara su sitio, dejó a su
hermano asentado en el último banco como de costumbre y siguió caminando hacia
la capilla del Santísimo. Antes de que comenzara la eucaristía, Engracia había
regresado junto a su hermano para escuchar la Misa. A la salida de la Iglesia,
el niño le tiró dos veces de la falda.
–¿Quieres dejar
de tirarme de la falda? ¿Se puede saber qué te ocurre?
–Tienes rojo en
la cara –contestó su hermano.
–¿Rojo?
–Sí, como
sangre.
–¿Sangre?
–preguntó extrañada la chica llevándose la mano a la cara.
Un muchacho de
ojos grises, pelo encrespado de color ocre anaranjado, pecas en las mejillas y
una sonrisa natural, entró en la Iglesia, sumergió su pañuelo blanco de algodón
en la pila de agua bendita y acto seguido, ante el asombro de todo aquel que
estaba curioseando alrededor de la plaza, limpió toda la suciedad de la cara de
la chica. Cuando terminó se lo ofreció para que se sonase la nariz. Dos
iniciales adornaban una de las esquinas de la tela ribeteada por un dobladillo
de vainica, las examinó acariciando con el dedo la forma de las letras. Al
levantar la vista del pañuelo el joven pecoso había desaparecido.
–¿Dónde está?
–preguntó Engracia.
–¿El chico?
–Sí ¿has visto
para dónde se ha ido?
–Corría hacia la
Fuente Clara, pero ya no le veo.
–¡Qué raro!
¿Verdad? F.B. ¿Cuál será su nombre? ¡Vaya! No le he dado las gracias.
Desde aquel día,
el día de todos los santos, Engracia Belmonte se enfundaba en su vestido de
organza color ocre y se peinaba los rizos durante horas hasta dejarlos con la
misma gracia que los llevaba aquella mañana, la mañana en la que aquel muchacho
pecoso le ofreciese el pañuelo blanco de algodón. Después apretaba ese trozo de
tela con la mano derecha, se lo llevaba a la nariz, aspiraba su aroma y dejaba
volar la imaginación. Solo su madre era capaz de sacarla de ese viaje que
emprendía cada atardecer.
–Gracita, ¿otra
vez mirando por la ventana? Te tienes que quitar a ese chico de la cabeza. Anda
baja a ver a la tía Sagrario.
La chica sin
abrir la boca, se cambió de atuendo, colgó la ropa con mucho cuidado en una
percha, se sujetó el pelo dorado con una goma formando una graciosa coleta de
caballo y dejó, bajo la almohada, el tesoro que conservaba de aquel joven. En
camisón y con el gesto encogido, bajó a ver a su tía.
El padre de
Engracia, en su lecho de muerte le pidió a su hermana que ayudase a su mujer a
cuidar de sus hijos, sobre a todo a la niña que estaba en una edad difícil, y
así lo hizo, desde aquel día Sagrario, se dedicó en cuerpo y alma a su familia.
Todos los días,
mientras tomaban una infusión con un bizcocho de mazapán que tanto le gustaban
a Engracia, la tía le contaba vivencias de su juventud.
–Tía ¿cuántos
novios tuviste?
–¡Ay hija mía…!
Novios lo que se dice novios, no tuve muchos. Pretendientes no me faltaron,
pero solo me interesaba uno, había un niño que me tenía sorbidos los sesos, se
llamaba Teodoro.
–¿Y qué paso con
él? –preguntó la niña, mojando un trozo de bollo en el agua con miel.
–Se casó con una
muchacha de bien –contestó la tía limpiándose la comisura de los labios con la
servilleta de cuadros rojos.
Esa noche,
Engracia, no lograba conciliar el sueño recordando lo que su tía le había
contado. Se levantó de la cama y mientras observaba la luna gorda y roja a
través de los cristales deteriorados, decidió que llevaría a la Iglesia el
atuendo con el que esperaba a su príncipe azul cada día y que lo dejaría allí,
al igual que el recuerdo y comenzaría una nueva vida.
A la mañana
siguiente Engracia se levantó muy temprano y como cada tercer domingo de mes
preparaba una bolsa para llevar a la Catedral, con ropa inservible de su
hermano y de ella. Entre esos ropajes se encontraba el vestido mal doblado que
había guardado la noche anterior. Lo sacó, lo desdobló poniéndolo sobre la
cama, con las manos planchó las arrugas y antes de que tocaran las campanas
llamando a misa de once se lo había puesto. Dejando el bolsón tirado en el
suelo con el resto de objetos, con una decisión contraria a la tomada mirando a
la luna y con uno de esos presentimientos clavado en el pecho como una
sanguijuela salió corriendo, sin acicalarse, con los rizos alborotados y el
estómago vacío.
Cuando llegó,
sin aliento, a la Fuente Clara, se acercó con cuidado al chorro de agua fresca,
pisoteando la vegetación que la adornaba. Se mojó la cara y después el cuello,
sacó el trozo de tela blanco y se secó despacio con él. Cerró los ojos e
inspiró el aroma que le ofrecía aquel regalo de algodón. Cuando los abrió el
muchacho pecoso estaba a su lado. Engracia sonreía y el chico también.
Cogió las manos
de la niña y la ayudó a salir de los matorrales. En una explanada de hierba
seca lejos de los cardos silvestres, el chico aprovechó para saborear los
labios de Engracia. Ella volvió a cerrar los ojos y cuando los abrió el chico
se había volatilizado. Engracia buscó por cada rincón, caminó de nuevo por los
hierbajos hasta llegar a la Fuente Clara. No encontró ningún rastro del chico,
pero entre los abrojos que rodeaban a la distinguida dama de piedra, asomaba
con fuerza un objeto a punto de caer al charco donde dormían las gotas de agua
fresca desperdiciadas.
La joven se
acercó sigilosa, se levantó el vestido dejando las rodillas al descubierto, las
posó en la hierba y cogió aquella valiosa pieza en el preciso instante que iba
a desaparecer hundida en las sombras. Cuando la tuvo en sus manos, con el borde
de la falda sacudió los restos de tierra y forraje dejando al descubierto el
nombre del autor del libro de poemas que se había encontrado. Lo abrió y buscó
la primera página, pero antes de que pudiera terminar de hacerlo una voz la
obligó a cerrarlo de nuevo.
–Yo que tú, no
lo haría –dijo una niña desaliñada, con voz autoritaria y con una sola sandalia
colocada en el pie derecho y el izquierdo pintado de azul.
–¿Por qué?
–contestó Engracia aproximándose a ella.
–No te conviene.
–Te conozco,
eres la mocosa que quería impedirme entrar en la Iglesia aquel día.
–Sí y no me hiciste
caso.
Engracia, igual
que hizo aquella mañana, ignoró el consejo de la niña de pie azul y abrió la
página del libro de Juan Ramón Jiménez. Una lágrima emborronó las letras
impresas que descubrían la identidad del niño de ojos grises: Fabián Belmonte.
Cuando Engracia
llegó a su casa la tía Sagrario y su madre estaban cuchicheando
–Deberíamos
contárselo –aconsejaba la madre de Engracia.
–No podemos ¿de
qué iba a servir? –dijo la cuñada metiendo la aguja de ganchillo por el agujero
equivocado.
–Gracita tiene
que saberlo.
La muchacha que
había escuchado la conversación sin querer, inquieta por la curiosidad, se
apresuró a pedir explicaciones.
–¿Qué tengo que
saber?
–Siéntate, hija,
hay algo que tenemos que contarte.
–No, no me
siento, ¿tiene que ver con esto? –preguntó Engracia mostrando a su tía el libro
de poemas por la página donde quedaba reflejada la identidad del chico.
Sagrario dejó la
labor, cogió el libro, se lo acercó al pecho y comenzó a derramar las lágrimas
que llevaba guardando durante tanto tiempo.
–¿De dónde lo
has sacado? –indagó la tía entre sollozos.
–Lo encontré en
la Fuente Clara ¿quién es Fabián Belmonte? ¿Me lo podéis decir? Tía ¿qué es lo
que tengo que saber?
–Verás hija
Fabián… Fabián murió –aclaró Sagrario mientras se enjugaba las lágrimas en un
pañuelito blanco, similar al que guardaba Engracia en su bolsillo –yo era muy
joven e ingenua y Teodoro me prometió que se casaría conmigo y me quedé
embarazada, tuve un niño sano, guapo como su padre, con el pelo ensortijado y
esos ojos grises, pero al cabo de unos años enfermó y…
–Entonces ¿era
mi primo?
–Sí hija, así es
–asintió la tía devolviéndole el libro a la niña.
Engracia con el
poemario apretado contra su pecho, subió la escalera y se encerró en su
habitación, recordó el beso encontrado en la Fuente, las lágrimas de su tía y
sin entender mucho más se quedó dormida.
Durante mucho
tiempo, estuvo frecuentando la Fuente Clara, se mojaba las manos con el agua
fresca y esperaba a que resurgiera el muchacho entre las zarzas, pero nunca más
apareció.
Al cabo de los
años, la joven tuvo que dejar en Toledo, su
infancia y sus recuerdos, para instalarse en otra ciudad a comenzar una
nueva vida.
En Madrid, se
había convertido en otra mujer que disfrutaba del sabor del tabaco rubio, del
sonido del claxon de los coches, del ir y venir en transporte público, del sexo
primero con uno y después con otro peor.
Engracia como
cada día, preparaba el mismo ritual antes de irse a trabajar: se duchaba en
menos de cinco minutos, se embadurnaba de crema, cepillaba los rizos dorados,
ahora más largos que de costumbre, cayéndola por la espalda como una cascada de
lirios, se colocaba un corpiño de cuero negro realzando el busto que dejaba
asomar orgulloso por las copas del ajustado corsé, tumbada en la cama se
embutía en el pantalón también de cuero con el que casi no podía respirar, en
sus lotos de oro colocaba unos zapatos de tacón de aguja de centímetros
interminables, en su hombro derecho un bolso y en la mano un libro, siempre el
mismo.
Entró en el hotel
con tiempo suficiente. Saludó a la recepcionista y subió a la primera planta.
Introdujo la tarjeta para abrir la puerta, pero se resistía, buscó ayuda, giro
la cabeza hacia un lado y no vio a nadie, al otro lado, erguida como un palo
seco, se encontraba la niña de pie azul.
-Yo que tu no
entraría –dijo la pavorosa niña.
Engracia, hasta
ese momento no había sentido ningún temor hacia ella, pero en esa ocasión un
escalofrío se había presentado sin avisar.
–¿Quién eres?
–Eso no importa,
si entras en esa habitación volverás a perseguir un sueño. Es mejor que no
entres, ¿sabes qué día es hoy?
–No entiendo lo
que quieres decir y ¡claro que sé qué día es hoy! –exclamó Engracia cambiado la
mirada hacia el otro ala de la planta.
Cuando volvió la
vista, la niña ya no estaba.
Engracia regresó
a la habitación, introdujo de nuevo la tarjeta y la puerta se abrió. Una vez
dentro, la cerró con el pestillo, apoyó la espalda en ella y soltó
un soplo de alivio.
Sin olvidar lo
ocurrido, pero preparada para iniciar su trabajo comenzó a desnudarse
quedándose con la ropa precisa y mientras llegaba el cliente se acomodó en la
cama. Cogió el libro de poemas y comenzó a leer. A la hora convenida golpearon con los nudillos el portón de madera, un hombre con el pelo justo, ojos grises escondidos detrás de unas gafas
de pasta algo pasadas de moda, con bastantes pecas a ambos lados de la nariz y
una sonrisa natural se encontraba esperando.
–Juan Ramón
Jiménez –dijo el hombre.
– ¿Cómo dice?
–preguntó extrañada.
–Digo que tiene
en la mano un libro de Juan Ramón Jiménez.
– ¡Ah! Sí, sí
–contestó sonriente.
–Me llamo Fabián
Belmonte.
Engracia al
escuchar el nombre, se le escapó el libro de las manos cayendo al suelo por la
página autografiada. Aún con la boca abierta y el corazón a punto de estallar,
cerró la puerta, se acercó al bolso, sacó el pañuelo de algodón que un día
sirvió para abrir un capítulo de su vida y se lo ofreció.
–Yo soy…
Engracia, Engracia Belmonte.
–Lo sé –contestó
cogiendo el pañuelo.
Desde aquel día,
el día de todos los Santos de un año bisiesto, en el que Engracia se reencontró
con el aroma del agua fresca de la Fuente Clara, regresaba a Toledo cada cierto
tiempo a llevar flores a la tumba de aquel niño pecoso de ojos grises y sonrisa
natural.
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