Foto de Rosa
Cuando mi abuela decidió irse a vivir con nosotros al
pueblo, mi abuelo tenía la cabeza llena de agujeros blancos. Andrés apenas un
año atrás gozaba de un cargo importante, pero sus precipitadas lagunas le
apartaron de los lujos y placeres que el estatus en la empresa le aseguraban.
Hasta de su piel se habían borrado los instantes ocultos vividos con Paula.
Para mi abuela tampoco había sido fácil. Tuvo que renunciar
a ciertos caprichos que ya no se podía permitir, peluquería, manicura, spa, y
café con pastas en el bar de Sofía. Y es que era demasiado tiempo el que tenía
que dedicarle a Andrés, siempre preocupada, siempre pendiente, siempre aquí y
siempre allí. Carmencita, como él la llamaba, era una mujer entregada, toda su
vida se la había dedicado a él; antes y después de que empezasen los largos
recorridos por la nada. No sería ahora cuando le fuera a dar la espalda. Había
decidido con serenidad y determinación convertirse en la línea conductora de
sus pasos indecisos. Costó iniciar la partida, pero con el tiempo podrían ser
los maestros de su nueva vida.
Ahora se desenvuelven bien, mis padres también disfrutan de
una buena posición social, pero el pueblo es otra cosa. A veces me parece ver
en los ojos sin ayer del abuelo un pasillo repleto de nostalgia, iluminado con
la luz ambarina de los recuerdos invisibles e impalpables. Sombras de roces que
despiertan su cuerpo y quizás dan un suave color a la albura que rellena los agujeros
en su cabeza.
Me asusté cuando tras las cortinas vi bajar al abuelo del
“carro”, así llamamos al viejo coche que solemos dejar frente a la puerta para
movernos por los alrededores; lo utiliza mi padre, que es un romántico
empedernido y se enamora de las cosas para siempre, al igual que de las
personas; mientras el flamante LandRover duerme en el garaje.
Caminaba erguido, parecía haber recuperado su edad y su
atractivo. Sólo por un momento una esperanza estéril cruzó por mi mente. Se
había puesto el traje azul de los domingos y hasta con la ventana cerrada se
podía aspirar el rico aroma a Heno de Pravia que desprendía. Le delataban los botones mal abrochados de su
camisa y las zapatillas de estar por casa que olvidó cambiar por los zapatos.
Pulsó el timbre con seguridad e insistencia. Le abrí la
puerta y antes de que yo dijese nada comenzó a hablar. Formaba palabras como
estrellas, lucía una sonrisa nacarada de media luna, y su rostro, con vida,
iluminaba el fondo oscuro de sus lagos. Hablaba precipitadamente y con
urgencia. Cuando pronunció la palabra “cariño” con tanto sentimiento, no pude
evitar emocionarme. Aunque sospeché que no era para mí.
-Ya está todo solucionado, por fin di el paso, como tú
querías. Ahora podemos empezar esa nueva vida. Vístete y salgamos. Tenemos todo
el tiempo del mundo para pasear por la ciudad.
Su entusiasmo me animaba a creer que la felicidad, aunque
fuese de humo, era posible, aun cuando solo sucediese a intervalos espaciados y
breves.
Me volví, a mi espalda estaba mi abuela. Por su rostro de
estatua dolorida rodaron lágrimas gruesas cuando el abuelo Andrés pronunció su
nombre. Ni un gesto. El llanto procedía de la corriente de sus ríos, de los que
arrastraban verbos que aspiraron a ser promesas cumplidas y solo fueron
mentiras.
- ¡Paula, Paula, vámonos! –decía mi abuelo.
El carro que dejó sin freno de mano y con las llaves puestas
se estrelló contra la tapia del cobertizo.
El abuelo al escuchar el ruido producido por el impacto se
volvió asustado. Con el recuerdo de aquellas horas vividas junto a Paula y la
vista fija en sus zapatillas, se dejo
caer en una silla de paja como un gorrión herido. Carmen se sentó a su lado, le
cogió la mano y le besó en la frente.
-¿Qué quieres hacer ahora? –preguntó mi abuela.
Al oírla se le
iluminó el rostro.
-Vayamos a dar ese paseo –contestó el abuelo exaltado.
Carmen le ayudo a incorporarse, se enjugó las lágrimas en un
pañuelo de papel, le cogió del brazo y se marcharon a diluir algunos recuerdos
con el viento.
Rosa Fernández y Silvia Morales