Sentada en una silla de madera de pino, con las faldillas
de la mesa sobre las piernas y el calor del brasero acariciándole los tobillos
desnudos, Helena Santolaya limpiaba una
a una con sal fina las gemas que esa misma noche la luna llena impregnaría con
su gracia. Todos los meses antes de la fecha en que la luna alcanzaba su máximo
esplendor, la niña se preocupaba de que
todos sus minerales estuvieran preparados para captar los efluvios del
satélite. Una vez limpios, ordenados y clasificados por colores los disponía en
un recipiente que no fuera de plástico y
los dejaba en el poyete de la ventana hasta el día siguiente.
Su abuela Luisa, la observaba escondida tras la colcha de
patchwork que llevaba cosiendo desde hacía unos años y solo la importunaba para
llevarle la merienda.
-Anda hija, come un poco que te estás quedando en los
huesos.
-Gracias abuela, pero me ha dicho mi madre que antes de
merendar tengo que terminar mi trabajo.
-Anda, no digas bobadas y cómete el bocadillo, mira que
rico, ahora está calentito, no dejes que se enfríe que luego el pan se pone
correoso.
-Ahora voy, no te apures, me quedan dos cuarzos rosas y
una amatista.
Luisa, acarició la cola de caballo que Helena siempre
lucía cuando iba a manipular sus piedras, le dio un beso en la frente despejada
y siguió con su labor.
-Abuela, ¡qué rico está! ¿A mamá también le gustaban los
bocadillos?
-Claro hijita, mucho y las gachas, le gustaban mucho las
gachas.
-¿Qué son las gachas abuela?
-Un dulce muy rico, elaborado con harina, leche y azúcar.
¿Quieres probarlo?
-Sí, pero espera que voy a preguntar a mamá, a lo mejor
ella también quiere.
-¿Me has dicho que sí hija? Esta maldita sordera no me
deja escuchar todo lo que quisiera.
Han pasado casi nueve años desde que Helena Santolaya
llegó a este mundo, su madre cogió el
tren como cada día para llegar al trabajo. Acostumbraba a llevar consigo un
ágata, decía que protegía al bebé. Ese día, el día de su nacimiento decidí
acompañarla. Nos habíamos casado unos meses antes y siempre que podíamos nos
marchábamos juntos a nuestros
respectivos trabajos. Su mano era cálida y suave y el olor de su pelo
era una mezcla entre jazmines y tierra mojada.
Eran las 7:38 de la mañana y nuestro coche, el número cinco, explotaba
en la estación de Atocha el 11 de marzo de 2004. Ese fue el último recuerdo que
tengo, su olor, el mismo que se pasea con fuerza por cada rincón de la casa y
la piedra amarilla que me regaló cuando nos conocimos.
-Abuela, me ha dicho mamá que no quiere gachas que me está
esperando en la calle para comprarme una caja de madera para mis piedras.
Helena cogió el abrigo y sin esperar contestación de la
abuela se marchó. Cuando Luisa se percató de que la niña había salido de casa
se asomó a la ventana que daba a la calle principal. Curiosos, vecinos,
policías y personal del Samur se arremolinaban a lo largo y ancho de la calzada
sin dejar ver a la anciana lo que estaba
ocurriendo.
-Helena, Helena – gritó.
La abuela no obtuvo
respuesta, con el delantal y las zapatillas de estar por casa se apresuró en
busca de su nieta. Fue abriendo paso entre el gentío que se aglutinaba
alrededor de un cuerpo sin vida. Cuando por un hueco consiguió introducir la cabeza comprobó que la que yacía tumbada
poca arriba era su niña Helena, ahora su cola de caballo descansaba sobre una
charco de un rojo raro y muy cerca de su mano derecha reposaba un cristal de
cuarzo.
Hoy es el día más triste de toda mi vida.
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